sábado, 25 de enero de 2014

Deber y obligación de salvar la inocencia infantil


   Esta bella foto fue captada por el lente del desaparecido fotorreportero Evelio Medina Rodríguez, mientras Aleida Guevara, la hija del Che, compartía con estudiantes de la escuela primaria Ernesto Guevara de la Serna, en el poblado Santa Fe de la Isla de la Juventud.

   Así debe de verse el rostro de un niño cubano, con la sonrisa a flor de labios y la inocencia de sus primeros años.


   He tenido que esperar más de un mes para contarles uno de los sucesos más lamentables que he presenciado en mis 43 años de existencia.

   He querido borrar de mi mente lo vivido para no continuar achicando cada vez más el alma.

   El hecho ocurrió en una de las populares guaguas de la capital cubana, las llamadas P, y no quiero decir en cuál de ellas para no relacionar a los implicados en el mismo con una zona específica de La Habana.

   Íbamos  sentados al final del ómnibus varias personas mayores, cuando vemos montar a siete niños. 
   No nos dio tiempo reaccionar y entender qué sucedía en el pasillo en escasos segundos. 
   Empujones, malas palabras, atropellos contra los que iban de pie y sentados también.

   Solo nos mirábamos y no atinábamos a pronunciar una sola palabra, al ver no solo la conducta de aquellos infantes, sino también sus ropas sucias, uno de ellos con un pirsin en la boca, y el más pequeño chupándose un dedo.

   Una señora les preguntó su edad y todos respondieron. El mayor solo tenía once años, el pequeñín seis y los demás estaban entre los siete y ocho años de edad.

   ¡No se concebía lo que estábamos presenciando!, en pleno horario escolar de la sagrada educación primaria de este país, esos chicos sin sus uniformes, sus libros y demás utensilios de aprendizaje, mostrando a todos allí una deplorable conducta cívica.

    Entre ellos se golpeaban, se decían improperios, fumaban, y hasta una botella con ron llevaban, la cual se la pasaban de mano en mano.

   Cuando lograron ocupar asientos, comenzó la segunda parte de la triste historia. 
   Les gritaban ofensas y les tiraban escupía a los transeúntes que caminaban por las aceras de la ciudad, a los cristales de los carros que se estacionaban al lado de la guagua en espera de la señal del semáforo, hasta que en una de las paradas, cuando el P siguió su destino, al escupir y ofender a un señor de unos cincuenta años el cual iba con su hijo, cogieron una máquina e hicieron al chofer parar para montar y hacer justicia por sus propias manos.      
   Los chiquillos no sabían dónde meterse, pero la sorpresa se la llevó el ofendido cuando comprobó que eran menores de edad a los cuales no podía golpear. 
   Aquellas personas ultrajadas por los chicos solo pudieron decirles cualquier cantidad de insultos a los malcriados pasajeros.

   El ofendido señor tomó su celular y llamó a un sobrino de la edad de los muchachos y le dijo que saliera para la avenida y lo esperara allí, que llevaba a alguien para que le entrara a piñazos, para que viera quién era el más guapo.

   Los chicos quisieron bajarse del P pero tanto el señor como su hijo se lo impidieron, al obstruir la puerta y amenazarlos con un palo.    

   Al más guapito del grupo, el que se veía era el cabecilla, en el momento de la verdad temblaba del miedo y decía una y otra vez que él no había sido, cuando todos pudimos apreciar que fue el principal promotor de aquella conducta.    
   Lo miré y le dije, ¿Tú no eres el hombrecito?, asume ahora tu responsabilidad.

    Al ómnibus parar, pidieron al chofer esperar por ellos y se dirigieron a un agente del orden público, un policía que se encontraba en la acera y le contaron lo sucedido, pidiéndole que se los llevara apara la estación más cercana.

  El policía solo se sonrió y la guagua continuó su viaje. 
   Al quedarse junto al policía padre e hijo, el chofer les dijo a los chiquillos que se bajaran en la próxima parada y evitaran así lo que les esperaba, en la dirección donde habían citado al sobrino del ofendido.

    Una señora que iba a mi lado me comentó que es Metodóloga de Educación, que ha vivido toda su vida en La Habana y que nunca en su vida había visto semejante conducta en estudiantes de edad primaria. 
   Intentó justificarlos al decirme que quizás provengan de familias disfuncionales, donde los padres no se ocupan ni se preocupan de sus hijos, donde tal vés el padre esté preso, la madre fallecida y vivan con una abuela a la cual no respetan, en fin, pude entender sus palabras, pero nada justifica que a esa edad los niños no asistan a la escuela, que tengan pirsin en su rostro, que fumen y tomen ron, que empujen y ofendan a las personas mayores, que asuman una actitud totalmente incivilizada.

    Uno de los pasajeros manifestó que esos niños eran carne de prisión. ¡Qué triste y lógica expresión y qué futuro les depara la vida!

   Al bajarme del P, con un nudo en la garganta y lágrimas en mis ojos, solo pude decir, ¡Qué lástima!

   Bien decía el presidente cubano en uno de sus discursos, que en los últimos veinte años se han perdido los valores en Cuba.

   Varias generaciones de cubanos se han criado entre miserias humanas y necesidades, pero nada justifica que la inocencia infantil de este país se pierda así, pero como también dijo una y otra vez Raúl Castro Ruz, que nadie quiere buscarse problemas.

   Habría que cuestionar entonces el trabajo político y social de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), de los Trabajadores Sociales, del Núcleo Zonal del Partido Comunista de Cuba (PCC), de esas personas que ocupan responsabilidades en el barrio.

    Es tiempo de mirarnos por dentro y salvar la inocencia de la niñez cubana para no lamentar un futuro mucho más triste de lo que vimos ese día. 

    Por suerte son solo casos aislados, pero no podemos permitir que ni un solo niño en nuestro archipiélago, en esta, la Patria del Universal José Martí, le sea mancillada la inocencia, sea cual sea el ambiente social donde conviva.